EL VIAJE Y LA ESCRITURA
Hay una pregunta que siempre ronda el mundo de la literatura: ¿por qué se escribe?. Y a menudo asoman las encuestas entre escritores, planteadas por revistas o suplementos especializados, cuyo objetivo es tratar de descubrir la respuesta feliz a esa pregunta. No la hay. O al menos no existe una contestación que despierte la unanimidad y sea capaz de resumir el pensamiento de todos los que se dedican al oficio de narrar historias o juntar palabras en un verso o representar como farsa los escenarios de la existencia.
Pero yo creo que, en el fondo, a todos aquellos que escriben les acomete un mismo empeño en el impulso creativo: tratar de explicarse el mundo y la vida; e intentar, a través de esa suerte de catársis, comunicárselo a los otros. Si me apuran, incluso pienso que ahí radica el empeño de cualquier arte, sean la pintura o la cinematografía, la poesía o el teatro.
La filosofía y la ciencia no nos bastan para explicarnos cuanto sucede. Una y otra han cambiado sus hipótesis y sus conclusiones tan a menudo que hemos llegado a desconfiar en cierta medida de su valor. Y nos abruma un poco su tendencia a lo absoluto. En cambio, el arte no pretende dar la respuesta global a nada, aunque en sus orígines exista un empeño liberador. El artista, y más aún el artista contemporáneo, unicamente trata de exponer su perplejidad ante los ojos de los otros, en un intento para dar sentido al caos que le rodea. Sabe además que es esfuerzo está condenado al fracaso y ahí reside su valor esencial. Como dice Claudio Magris, se trata de alcanzar el Jordán, igual que Moisés, siendo consciente de que nunca se logrará.
No hay nada que se parezca tanto al proceso creativo como viajar. Y no me refiero al viaje con billete de vuelta en el bolsillo y programa cerrado de visitas a museos y parques naturales. Hablo del proceso de irse, de la aventura de echarse una bolsa al hombro, tomar un tren o un avión, y aparecer en un lugar desconocido sin saber lo que va a suceder ni a quién puedes encontrar ni en dónde va a concluir la ruta.
Viajar no es llegar, sino ir; del mismo modo que escribir no es resolver, sino intentarlo. Y ambas acciones, el viaje y creación, proponen un mismo objetivo: detener el tiempo. “La exploración no es más que la expresión física de la pasión intelectual”, decía el viajero polar Cherry-Garrard. Valdría también decirlo al revés: la escritura no es más que la expresión intelectual de la pasión física. Todo escritor sabe que, en la vida, no puede hacer otra cosa que no sea escribir. Del mismo modo, todo buen viajero sabe, como decía Stevenson, que lo importante no es el destino, sino el camino.
¿Pero se puede detener el tiempo?. Ese, quizás, sea el propósito ideal de todo artista y, en particular, de cualquier escritor. Se trata de intentar que la vida no se escape, que se quede quieta, que apostemos por explicarla. El artista burla el tiempo y, a la larga, puede haber ganado la partida. Él muere, pero su memoria es posible que alcance a durar siglos. El éxito es lograr que el mundo gire alrededor de una obra impasible, majestuosa, firme y recia como las montañas viejas, y a veces tan digna como los cauces secos de los ríos, las avenidas, los “wadis” o torrenteras, cuya cicatriz ha quedado grabada en la tierra excavada a golpe de cuchillo.
¿Y el viaje?. Pues sucede algo parecido. Cuando uno se larga con la mochila a la espalda y sin billete de vuelta en el bolsillo, entre otras cosas está huyendo de la monotonía que propone cualquier vida cotidiana. No hay nada que acorte más el tiempo que repetir las mismas ceremonias a diario. Ha pasado un año y tienes la impresión de que tan sólo han transcurrido unas pocas semanas. Cada vez se aproximan más entre sí los veranos y los días navideños. La vida construida sobre los hábitos vuela entre tus dedos y la melancolía te envuelve.
En cambio, todo viaje propone cada jornada algo nuevo, rostros desconocidos, voces que nunca escuchaste, acontecimientos que no imaginabas. Ningún día es igual a otro y todos se llegan de sucesos extraordinarios y diferentes. Y así, mientras te mueves, da la impresión de que estás quieto. Han pasado dos o tres meses en el calendario, pero tú tienes la impresión de que has vivido tres años.
Por eso, muchos libros tienen como corazón un viaje: La Odisea, La Divina Comedia, Don Quijote…, tantos, tantos. Y por eso, somos muchos los que viajamos para escribir, tratando de emular a los maestros.
JAVIER REVERTE
23-10-2010.