Escuchando el «eco» del origen del universo
Después de la ley de Hubble, que revoluciónó la astronomía con el descubrimiento de la expansión del Universo, la observación cosmológica más importante tuvo lugar, casi por casualidad, en 1964 y la realizaron dos ingenieros norteamericanos Arno Penzias y Robert Wilson. Probando un detector de microondas, al enfocar su antena de microondas hacia regiones del cielo en las que no había ningún objeto celeste, comprobaron que se detectaba una débil señal equivalente a la que emitiría un cuerpo extremadamente frío, con una temperatura de unos
En 1948, George Gamow, Ralph Alpher y Hans A. Bethe habían establecido una audaz teoría, según la cual el universo, en sus primeras fases de formación, era como una gran bola de fuego llena de radiación. Gracias a los efectos de la expansión, la radiación que lo invadía se fue diluyendo y enfriando progresivamente con el tiempo. Después de miles de millones de años de expansión, esa radiación caliente se habría enfriado hasta la temperatura de
El descubrimiento de la radiación de fondo de microondas supuso el espaldarazo necesario para que la teoría del Big Bang fuera aceptada por la mayoría de los cosmólogos. Según los modelos teóricos, en una fase temprana de su historia el universo tenía una densidad y una temperatura altísimas, y la luz no podía viajar libremente por el espacio, sino que experimentaba continuos choques con las partículas subatómicas que lo constituían. El universo era opaco a la radiación. Sin embargo, al expandirse, la densidad de la materia disminuyó. Los electrones y los protones del plasma primordial que llenaban el universo se combinaron por primera vez para formar átomos de hidrógeno y llegó un momento en que la materia y la radiación se desacoplaron, y el cosmos se hizo transparente a ella. Esto ocurrió unos 380 000 años después del Big Bang, cuando el universo tenía una temperatura de unos 3000 grados K, y la radiación, que comenzó a viajar por el espacio libremente, es la que hoy se observa enfriada como fondo cósmico de microondas.
La mayor parte de la materia primordial era gas hidrógeno neutro, transparente a la radiación, de modo que esa luz “tan temprana” es capaz de llegar a nosotros casi en su estado original. Como consecuencia de la expansión de universo, la longitud de onda de esa radiación de fondo emitida ha aumentado y su temperatura ha cambiado su valor original de 3000 K a los 2,7 K que observamos hoy día.
Dado que esta radiación habría sido emitida durante la «infancia» del universo, se abría la atrayente hipótesis de que esa luz llevara consigo la impronta de las primeras irregularidades que, millones de años después, darían lugar a las primeras estrellas y galaxias. Se deberían observar pequeñas fluctuaciones de temperatura correspondientes a regiones de densidades ligeramente diferentes, en edades muy tempranas, que representan las «semillas» de las futuras estructuras: estrellas, galaxias y cúmulos de galaxias. De acuerdo con el modelo cosmológico estándar, las fluctuaciones aparecieron inmediatamente después del Big Bang y se estiraron a grandes escalas cosmológicas durante el brevísimo periodo de tiempo de expansión acelerada conocido como inflación. Para explorar esa idea se decidió cartografiar todo el universo en la zona del espectro de las microondas, región espectral en la que se recibe la radiación de fondo. La precisión que se necesitaba para detectar las irregularidades primordiales era de una millonésima parte, y era preferible realizar las observaciones desde fuera de la atmósfera, con el objeto de evitar la absorción en esas zonas del espectro.
Se trataría de las observaciones más lejanas en el tiempo del universo, y la temperatura asociada correspondería a la distribución de la materia en aquella época tan temprana. Una temperatura de la radiación de fondo exactamente uniforme en todas las direcciones indicaría una distribución de materia también uniforme, y eso plantearía un grave problema: el universo actual debería de ser también uniforme y no mostrar ningún tipo de estructuras. Hasta abril de 1992 todas las observaciones indicaban que la temperatura del fondo de cielo era la misma en todas las direcciones del espacio.
El satélite COBE (Cosmic Background Explorer), lanzado por
Los descubrimientos del COBE aportaron más luz sobre el origen de las estructuras cósmicas, ya que las escalas de las fluctuaciones que se habían detectado correspondían a distancias para las que no hay conexión causal. Esto quiere decir que la distancia entre dos de esos puntos es superior a la que puede recorrer la luz desde el momento del Big Bang hasta el momento al que corresponden las irregularidades observadas (380 000 años después). Es decir, las irregularidades estaban allí desde el principio; deben ser primordiales y no originadas por interacciones posteriores de la materia.
Aunque los resultados de COBE dieron un apoyo adicional a la teoría del Big Bang y confirmaron su compatibilidad con un universo inflacionario, no permitieron discriminar entre los distintos modelos teóricos posibles de universo que intentan explicar las estructuras que se observan hoy día en el Cosmos. Se precisaban observaciones de mucha mayor resolución espacial que las que proporcionó COBE: era necesario ver detalles del mapa del universo primitivo con escalas angulares menores de un grado.
El 30 de junio de 2001,
La sonda Planck: un viaje hacia el origen del espacio y el tiempo
Con el objeto de seguir profundizando en el estudio de la radiación de fondo y sus implicaciones cosmológicas,
Uno de los aspectos más sorprendentes de los nuevos datos de Planck es que se ha encontrado una asimetría en las temperaturas medias en hemisferios opuestos del cielo que contradice la predicción del modelo estándar, el cual sostiene que el universo debería ser similar independientemente de la dirección en la que miremos. Además, se ha detectado una mancha fría que se extiende sobre una amplia zona del cielo, que es mucho mayor de lo esperado. Tanto la asimetría como la mancha fría habían sido ya detectadas por la sonda WMAP, pero fueron ignoradas al haber fuertes dudas sobre su origen cósmico. El hecho de haber sido de nuevo observadas por Planck borra cualquier duda sobre su existencia real, al poder descartar ya que se trate de un error instrumental.
Una posible interpretación de las anomalías sería proponer que el universo no es el mismo en todas las direcciones a escalas mayores de las que podemos observar. Si éste es el escenario, los rayos de luz de la radiación de fondo habrían recorrido un camino más complicado a través del universo del que se creía hasta ahora, y por eso se observarían las anomalías detectadas. Hoy día no hay ningún modelo que pueda predecir las anomalías.
Los datos de Planck han permitido también refinar las proporciones de los ingredientes constitutivos del universo. La materia normal de la que están formadas las estrellas y las galaxias constituye hasta el 4,9 % de la densidad total de masa/energía del universo. La materia oscura constituye el 26,8 %. La energía oscura, esa misteriosa fuerza repulsiva que se cree es la responsable de la aceleración de la expansión del universo, aporta algo menos de lo que se creía, un 68,3 %. Los nuevos de datos de Planck han corregido también el ritmo actual de expansión del universo, otorgando a la constante de Hubble un valor de 67,15 (km/s)/Mpc, un valor ligeramente inferior al conocido antes de Planck (70,8). Es decir, el universo se expande más lentamente de lo que se pensaba, que nos conduce a una edad del universo de 13 820 millones de años.
Con la sonda Planck de
18 de febrero de 2014
Telmo Fernández Castro. Doctor en Astrofísica. Subdirector del Planetario de Madrid.