El pasado viernes 14 de julio, el periodista, escritor y amigo Jesús Orea, dedicaba a Antonio Hernández un bonito artículo publicado en el periódico local «Viva Arcos«, dentro de su sección «Memoria Arcense». En ella numerosas firmas invitadas se adentran en la vida y obra del poeta y escritor gaditano de una forma afectuosa y cercana para rendirle homenaje por su octogésimo cumpleaños este 2023.
Antonio Hernández tiene más que una habitación en Arcos y yo a un maestro y un amigo, él. Su habitación arcense es un poemario de 1997 en el que el maestro vuelve con la palabra al pueblo del que nunca se fue porque él no solo nació en Arcos, es Arcos. Y eso que su padre era de San Fernando y su Mari Luz, su querida Mari Luz, hija del teniente de la Guardia Civil del pueblo y él siempre sospechoso del delito de rebeldía. Antonio es, por ello, hijo del viento que hermana la campiña jerezana con la serranía gaditana. Su padre, hijo de la sal. Como en la familia de Antonio, todo en Cádiz es hijo de la sal mediterránea y del viento atlántico que, cuando hacen el amor, nace la poesía y por tanto los poetas. Porque, sépanlo, la poesía fue antes que los poetas. Cádiz, en particular, y Andalucía, en general, son tierras fértiles para la inspiración poética, por ello hay tantos y tan buenos vates gaditanos y andaluces y, entre los mejores, Antonio Hernández, poetísimo —que es la forma de sincopar grandísimo y poeta— ya desde su misma cuna pues no es posible apellidarse Hernández y no tararear unas nanas de la cebolla, aunque sean las del hambre, y dejar de ver la luz de los rayos que no cesan. El hijo de Antonio se llama Miguel porque Antonio padre ya era hijo de Miguel Hernández, el padre de las nanas y el hijo del incesante rayo que se murió, más de pena que de tuberculosis, en una cárcel, con el eufemístico nombre de reformatorio, porque no le dejaban pensar lo que pensaba ni sentir lo que sentía. Y también es hijo de Machado, Celaya, Alberti, Neruda, Juan Ramón, Baudelaire, Verlaine o Rimbaud, siempre en busca de las soluciones imaginarias
Voy a utilizar un recurso muy empleado por Antonio Hernández —Ramírez por parte de la madre que en tan buena hora le parió— y a decir que no recuerdo quien dijo, pero dijo, que vivía en tierra firme como un náufrago y que los hijos de su tierra sufren, pero aún no quieren confesarlo. Ese adverbio de tiempo, aún, me confunde porque parece indicar que están dispuestos a confesar su sufrimiento, pero todavía no ha llegado la hora. Y los hombres de una tierra dura como es para muchos la arcense y la gaditana, aunque la peine el mar y la meza la sierra, no se suelen dar tiempo para confesar algo que consideran inconfesable como es el sufrimiento. Los chicos no lloran. Los hombres no sufren, aunque suene a machista, que no lo es ni lo pretende ser, y menos los hijos de la mar. Ya recuerdo quién dijo aquello de su tierra, fue Antonio Hernández, que, para la poesía, nació en enero, tiene una habitación en Arcos y cree que el mar es una tarde con campanas.
Decía Gloria Fuertes que en Arcos la iglesia huele a uva y el olivo a nardo. El olor de la uva es embriagante, incluso sin fermentar, pero como se trata de vino en potencia, según la metafísica de Aristóteles, pues ya es posible alegrarse con un simple racimo, aunque Antonio Hernández no se conformaría solo con eso. Al menos es lo que él fraseó ufano desde su beticismo militante cuando escribió el desternillante opúsculo titulado “El Betis: La marcha verde”: “Dadme un punto de apoyo y me beberé Palomino y Vergara”, matrimoniando así a Arquímedes con Baco. Los béticos, siempre tan exagerados y burlones con los “palanganas”, que es como ellos llaman a los sevillistas. Siguiendo con el (buen) olfato poético de Gloria Fuertes, si el olivo huele a nardo en Arcos, el aire arcense es dulce, fresco y especiado, con un toque amaderado que incluso a algunos los recuerda el olor del pachuli, la tarjeta de presentación odorífera de la cultura hippy, adonde llegó Kerouac con su camino, encontrándose en él con el pop de Simic, el poeta del simplismo y las cosas cotidianas. Hernández no coincidió ni con Kerouac ni con Simic en el mismo camino, pero tampoco estaba demasiado lejos de él, aunque fuera solo de observador.
Con sumo agrado, incluso con emoción, he aceptado la amable invitación de ese otro gran poeta arcense que es Pedro Sevilla para aportar mi chorrito de tinta —los granitos de arena los aportan los obreros de la construcción o los tuareg del desierto, y no soy ninguna de las dos cosas— a esta serie de artículos que se van a publicar en el periódico local de Arcos con motivo del 80 cumpleaños de Antonio Hernández, de quien soy amigo relativamente reciente, pero alumno y admirador desde que descubrí su poesía, hace ya tanto tiempo que ni recuerdo la fecha. Como dice Antonio, no se quien dijo, seguramente un francés porque los franceses dicen mucho incluso cuando no hablan, que las palabras exactas tienen en sí el espejo del tiempo. He tenido y voy a seguir teniendo muy en cuenta este aforismo en lo que ya he escrito y voy a escribir sobre Antonio porque no quiero que mis palabras envejezcan mal y el espejo del tiempo me las devuelva deformes. El azogue, a veces, es aún más traicionero que las agujas del reloj, incluso las de los que llevan mucho tiempo parados.
Soy de Guadalajara (Castilla, España), tengo 61 años, dos nietos maravillosos y escribo y leo. Esa es mi biografía resumida. En la ampliada, no dejaría de contar una y mil veces que Antonio Hernández me honra con su amistad, que nos profesamos mutuo aprecio y que hablamos con frecuencia. Debería pagarle, y no poco, por esas charlas, casi siempre telefónicas, en las que aprendo más que todo lo que he aprendido en la universidad y en la vida que a veces son lo mismo, pero otras no. Antonio es un literato soberbio, pero también es un hombre bueno en el sentido más machadiano de la palabra. Escribe como dios —lo he puesto en minúscula para que no se enfade el de Caín y Abel—, es amigo de sus amigos y un pozo de sabiduría sin fondo, capaz hasta de respirar ese aire que es un cesto de agua en San Fernando… Que sepan en Arcos, en su queridísimo pueblo desde el que ve a los americanos en Rota estar siempre preparando una guerra, que Antonio es una persona no solo allí querida, también lo es en esta pequeña ciudad y provincia de Castilla, La Nueva de soltera y ahora casada con La Mancha. Aquí tiene amigos, unos cuantos, pero sobre todo tiene muchos admiradores que esperan/esperamos la calidez y la calidad de su palabra cada vez que nos honra con su visita, algo afortunadamente frecuente. Aquí, en esta Guadalajara que no es la del llano que canta la ranchera, además de amigos y admiradores también tiene una Biblioteca que lleva su nombre, gestionada por la activa Fundación Siglo Futuro, de la que es uno de sus patronos, y que es una de las especializadas en poesía con mayor número de volúmenes. Aquí también tiene un premio literario nacional para jóvenes poetas al que igualmente aporta su nombre; aquí, sí, en Guadalajara, en esta pequeña ciudad de provincias de la que fuera se sabe muy poco, pero que inspiró una de las primeras jarchas escritas en la entonces naciente lengua romance: “Des cuand mio Cidiello viénid / ¡tan buona albischara! / com rayo de sol éxid / en Wadalachyara” (“Desde que mi señor vino, qué gran alegría, como un rayo de sol cuando sale en Guadalajara”).
Mis palabras sobre Antonio siempre estarán condicionadas por la admiración y el afecto y probablemente sean mucho más torpes de lo que él se merece, por ello voy a acudir a citas textuales de otras personas de mucha más talla que la mía para perfilar su altura literaria: “¡Joder qué poeta!” (Francisco Umbral), “Antonio Hernández nos devuelve la emoción. Es un poeta total” (José García Nieto), “El mejor poeta gaditano tras la muerte de Rafael Alberti” (Manuel Mantero), “Sus versos son bellísimos” (Manuel Alvar), “Después de la generación del 50, Antonio Hernández” (Carlos Álvarez) “Un monstruo que no mete miedo” (Curro Romero), “Un poeta espléndido y necesario” (Carlos Bousoño), “Su poemario hay que beberlo, sorbo a sorbo, verso a verso, como el néctar más maravilloso de la poesía actual” (Antonio Gómez Rufo) … Y termino estas citas que podrían haberse alargado hasta el infinito y más allá, con estas palabras de Claudio Rodríguez, uno de los mejores y más influyentes poetas españoles del siglo XX y amigo personal suyo: “Antonio Hernández no pudo cumplir su ilusión de jugar en el Betis, pero ya tiene un puesto seguro en la selección nacional de la poesía española”.
Antonio es una persona más de auctoritas que de potestas y muy querida en la república de la palabra, por su talante, bonhomía y afabilidad, al tiempo que respetada por su enorme talla literaria. Guadalajara y yo tenemos con él un gran amigo arcense, gaditano y andaluz que es un poeta que da mucha sombra y con el que los versos tienen luz propia hasta en las noches oscuras como bocas de lobo. Se llama Antonio Hernández y tiene habitación y corazón en Arcos.