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¿Qué hacer con la Semana Santa?

 

¿Qué hacer con la Semana Santa?

 

 En algún lugar he leído: «Un final inesperado: Jesús de Nazaret, Carlos Marx y Federico Nietzsche bailan al corro». Siento admiración por este «conjunto». Aunque han corrido suerte bien diversa, lo cierto es que prefiero no pensar qué sería de nuestra cultura, de nuestra imaginación, de nuestra capacidad de protesta, sin alguno de ellos.

Y hay algo bien llamativo: pocas personas recuerdan aquél 14 de marzo de 1883, cuando F. Engels encontró a Carlos Marx muerto, sentado en su sillón de trabajo; igual de exiguo debe ser el número de los que recuerdan aquél mediodía del 25 de agosto de 1900 en que F. Nietzsche, un hombre joven de 56 años con 11 de locura a sus espaldas, alcanzó su ocaso definitivo.

En cambio, casi todo el mundo sabe cuándo murió Jesús de Nazaret: fue un viernes, al que hemos dado en llamar «santo». La semana entera, en la que cae ese viernes, es llamada «Semana Santa». Bastantes culturas la celebran concediendo unos días de vacaciones a sus respectivos pueblos.

A primera vista parecería que Jesús de Nazaret es el ganador claro: mientras el olvido se apodera de sus compañeros de danza, a él se le recuerda, se le celebra, se le canta, se le adora. Pero se trata de una apariencia engañosa. También Carlos Marx y Federico Nietzsche, con mucha menos historia que Jesús, han transmitido su credo a los estratos más relevantes de nuestra sociedad. Y es que, en algunos aspectos, juegan con ventaja: son casi de nuestros días y, además, mientras Jesús depende de la plasmación que sus amigos dieron a su vida y a su pensamiento -él no dejó nada escrito- Carlos Marx y Federico Nietzsche se comunican directamente con nosotros por medio de sus magníficos escritos.

Jesús nos llega a través de mediaciones milenarias: sus amigos compartieron su vida y escucharon su palabra, pero no la consignaron por escrito. Fueron los amigos de sus amigos, los evangelistas, quienes confiaron a la pluma recuerdos y vivencias.

La principal vivencia se centra en su muerte y resurrección, evocadas por nuestra Semana Santa. A la hora de narrar la ejecución del Nazareno, los cuatro evangelistas parecen olvidar las diferencias que les separan en la evocación de otros acontecimientos de la vida de Jesús y se vuelven extrañamente similares. Como si, en el fondo, fuera la muerte de Jesús el eje que los polariza. Este es el motivo de que un gran teólogo haya afirmado que los evangelios son «una historia de la pasión con una introducción amplia».

¿Qué hacer hoy, en la España de 2012, con estos viejos y entrañables relatos de muerte y resurrección? ¿Qué hacer con la Semana Santa? Nietzsche se extrañaba de que, año tras año, las campanas siguieran repicando por aquél lejano Nazareno… Sin embargo, así es. Aún doblan las campanas por Jesús de Nazaret. Tal vez las manos que las agitan estén ya transidas de rutina e indiferencia. Pero eso es lo de menos. Lo que importa es que esas campanas repican en favor de una misteriosa oferta de sentido. En abril de 2012, cansados y temerosos ante un presente amargo y un futuro incierto, la figura valiente y utópica de Jesús de Nazaret se alza como promesa última que inspira y alienta a millones de personas.

En nuestro sombrío presente, la Semana Santa, el recuerdo de la muerte y resurrección de Jesús, no quiere ser panacea de nada ni opio para nadie. Es, sencillamente, una invitación a no desesperar. Se trata, decía Bloch -un buen intérprete de Jesús- de aprender a esperar. En el caso de Jesús se trata de «esperar contra toda esperanza», ya que su muerte, como las nuestras, careció de poesía y grandeza. Los evangelistas no se atreven a describirla. Se limitan a reseñar lapidariamente: «Y lo crucificaron». Sus contemporáneos no necesitaban más profusión de detalles. Todo el mundo sabía que se trataba de un suplicio doloroso y humillante.

En la muerte de Jesús, al dolor físico se unió el sufrimiento moral, la conciencia del fracaso de toda una vida, el abandono de los amigos, la misteriosa ausencia de Dios. Su final no pudo ser más desalentador: murió dando un grito fuerte y preguntando a Dios por qué le había abandonado.

Los hombres que se habían ido reuniendo en torno a él intentaron arrebatar al viernes Santo su carácter de final absoluto. Comenzaron a difundir la noticia de que Dios le había resucitado. Les parecía imposible que lo de Jesús hubiera terminado. Su deseo pudo más que la aparente realidad y, apoyados en las tradiciones religiosas de su pueblo, ofrecieron a la humanidad un filón de esperanza.

En este sentido, la Semana Santa vincula la negatividad absoluta del viernes Santo con su posible superación en el domingo de resurrección. La dialéctica muerte-vida alcanza aquí su expresión más lograda. Es indudable, además, que muchos seres humanos interiorizaron, a lo largo de la historia, este mensaje y les sirvió para vivir y morir digna y esperanzadamente.

La Semana Santa es, pues, una invitación a la esperanza. Pero ¿a costa de qué? Ciertamente, no a costa de aceptar una patraña. La resurrección de Jesús no es una patraña. Tampoco es una evidencia histórica. Más bien parece una misteriosa posibilidad. Una posibilidad que recubriría de futuro los sepulcros del mundo. Tiene razón Adorno cuando afirma que el solo hecho de concebir la esperanza, después de los holocaustos de los que hemos sido testigos y causantes, puede ser un crimen. Pero puede que también tengan razón los que celebran la Semana Santa y cubren de flores las tumbas de los suyos esperando que un día participen de la resurrección de Jesús

Manuel Fraijó Nieto
Dr. en Teología, Filosofía y Ciencias de la Educación.
Catedrático de Filosofía de la Religión e Historia de las Religiones de la UNED