Con respiración asistida
El campo español, lejos de esa postal que las distintas administraciones regionales, provinciales y locales nos quieren vender, vive con respiración asistida. Efectivamente, han mejorado las infraestructuras y las condiciones de vida – faltaría más -, pero sin que aparezcan por ningún lado mejores expectativas de futuro. Se le ha dado una capa de pintura al decorado, pero faltan los actores para rodar la película.
Es verdad que se han arreglado las vivienda, se han pavimentado las calles y se han acondicionado algunos edificios públicos. Ahora falta lo más complicado: que tengan un poco más de vida.
Los escenarios siguen estando ahí, pero vacíos. Sin gente. Quienes habitaban nuestros pueblos y trabajaban en sus campos cerraron las puertas de sus casas hace ya mucho tiempo. En los años sesenta y setenta salieron en desbandada, ocuparon barrios enteros del extrarradio de las grandes ciudades y se reciclaron en zonas humildes de la capital. El crecimiento de ciudades como Madrid, Bilbao o Barcelona se disparó en aquellos años. Algunas familias eran, por otra parte, la avanzadilla de la remesa de parientes que vendría después.
Fue una huida sin retorno, en una España que se sacudía el polvo de la era, así como la caspa y la pobreza enquistada durante largos años de posguerra. Era el éxodo de miles de campesinos de Guadalajara y de otras provincias del interior, con una mano delante y otra detrás, hacia un futuro incierto. El viaje de muchas familias a una realidad distinta, menos dura, con trabajo y salidas profesionales para los hijos que no estuvieran dispuestos a estudiar. Se quiera o no se quiera, aquel movimiento demográfico – sin orden ni concierto – es el culpable directo de muchos de los males que ahora tratan de subsanarse con incentivos que llegan cargados de buenas intenciones, pero que no encuentran receptores. O, si los encuentran, están jubilados.
Todavía recuerdo, en mi infancia, los comentarios que despertaban los emigrantes, cuando volvían al pueblo. Nos parecían triunfadores, que regresaban a sus orígenes, para exhibir algunos de los trofeos conseguidos.
Los que se quedaron, por el maldito miedo a lo desconocido, confiaban en el destino y en un cambio a mejor. Dejaron pasar el tren. Se conformaron con la precariedad, pero sin descartar la huída.
Recuerdo, siendo un adolescente, la esperanza que despertó en el pueblo el anuncio de unos sondeos petrolíferos. Recuerdo las promesas incumplidas de gobernadores y diputados, pregonando inversiones millonarias en vísperas electorales.
Pero, sobre todo, recuerdo las palabras de mi madre, Elvira: “hijo, tienes que estudiar y salir de aquí”. Sólo le faltó añadir: “cuanto antes”. Mi padre asentía con la cabeza
Javier del Castillo Jarabo
Periodista.
Director de Relaciones Institucionales de Onda Cero