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CINCUENTA INTELECTUALES PARA UNA CONCIENCIA CRÍTICA (Fragmenta, Barcelona 2013). de Juan José Tamayo

Autorretrato en concierto de Juan José Tamayo

por Ángel Gabilondo

Nos encontramos ante un texto que tiene algo de autorretrato, que no es simplemente un espejo, que es una mirada. No es una mera autobiografía y, al hablar de otros, Juan José Tamayo nos entrega el suyo propio. Pienso en los autorretratos de Rembrandt y en lo que dice Ricoeur al respecto. Gracias a un estilo singular, se transparenta la interioridad de un alma. El relato de un trozo de vida se halla condensado en el espacio inmóvil de un retrato. Para Rembrandt, como aquí para Tamayo, examinarse es pintarse, en el sentido literal de la palabra. A este respecto se debería poder hablar de “examen de pintura” como hablamos de “examen de conciencia”, hoy “examen de escritura”. Rembrandt interpretó su imagen en el espejo recreándola en el lienzo, Tamayo en la vida, peripecias y compromisos de cincuenta intelectuales. Pintar se constituye en este sentido en el acto creador que establece para nosotros- espectadores y aficionados (digamos, lectores)- la identidad de ambos nombres, la del artista y la del personaje.

Entre el yo, visto en el espejo, y el sí mismo, leído en el texto, se inserta el acto de escribir, de escribirse. Y este texto es un gran ejercicio de escritura: el autorretrato con otros. No es un libro escrito en el narcisismo de retratarse,  sino de buscarse, de comprenderse, junto a los demás a quienes se aprecia y valora. Así,  al retratarse, Rembrandt lo hace viendo lo que va siendo y llegando a ser. Preludia el paso de los años. Somos también hacia lo que vamos, lo que perseguimos, lo que buscamos. Se ve nuestro hacia como aquello que es el alma el telos inmanente de nuestro vivir, nuestro anhelo, lo que deseamos, perseguimos, soñamos y necesitamos. Y Juan José Tamayo nos ofrece en este texto una suerte de examen social de la conciencia crítica. El libro se presenta, con buenas razones, como la biografía colectiva religiosa del S. XX, pero no puede dejar de ofrecer y de leer el autorretrato de Juan José Tamayo, un cálido retrato del autor,

Hay una forma de decirse que consiste en hablar de otros. Pero no son simplemente otros, no son sólo otros. Son otros, muy otros, para uno mismo. Son nuestros otros. Sus otros, los de Tamayo. Eso le permite decir, sabiendo de qué habla, de quienes habla: “nosotros”. Pero decir “nosotros” (es decir, otros unos para los otros) es ya correr una suerte común, la de ser y propiciar comunidad, la de la búsqueda de comunidad, la comunidad de quienes se constituyen en la generación de condiciones para el bien común: generación que los genera. Tamayo es con ellos, sus cincuenta intelectuales, son sus otros. Aunque no solo. El es con ellos un nosotros. Los otros son mis otros, cada quien no puede ser sin los otros,

La comunidad resulta la clave de su comunicación. Tamayo es con quienes habla y escribe, les conozca más o menos, convive a su lado. No son los suyos como posesión, sino aquellos con quienes se compromete en su búsqueda. Pero no para vivir sólo por ellos, sino para vivir con ellos por todos, en especial por quienes más lo precisan.

Los textos aquí presentados están tejidos, no es una colección, es una recolección. Los hipomnémata son, en la época de Platón, una suerte de cuadernos de uso personal, con anotaciones de vida, reflexiones, frases, relatos… como borradores de textos, escritura-memoria sobre lo hecho, lo leído, lo escuchado, lo visto e incluso lo que podría hacerse. Con esos textos se conformaba una cierta vestimenta, en torno el cuerpo, una epidermis de citas y de referencias que envolvía y cubría y que se incorporaba a quien uno era, constituyendo una piel de textos.

Los aquí ofrecidos conforman a su modo también este autorretrato hecho carne y vida de Tamayo. Semejante relación entre textos y forma de vida confirme el corpus de los escritos como cuerpo propio. Ecce Homo,  de Nieztche conforma un libro de libros, un cuerpo de textos, un cuerpo doliente, un cuerpo hecho literalmente un cristo. Y este Cristo y aquella comunidad de los espíritus alumbra todo el texto de Juan José Tamayo. Un espíritu que para algunos es santo. Él sí, y no tanto nosotros.

Los textos, entonces desconciertan y aburren solo a quienes ya están instalados en el aburrimiento del dominio de lo igual, que reclaman sumisión. Procuran un desplazamiento respecto de nuestra vida acomodada y convencional y, en el mejor estilo liberador, promueven el libre pensamiento, la libertad de conciencia, el análisis crítico en clave emancipatoria y liberadora, la pluralidad y la apertura, la diversidad ideológica y de tradiciones y el papel determinante de la religión. Nos ofrecen así un perfil muy Tamayo, un tanto atractivamente heterodoxo, nada apologético, en perspectiva laica y en gran compromiso religioso.

Y una prioridad absoluta: la consideración para con los más vulnerables y la vinculación con los movimientos sociales que combaten el silenciamiento, el empobrecimiento (los empobrecidos y los pobres) y la gran soledad de los oprimidos.

Juan José Tamayo nos ofrece un libro con una magnífica introducción, no a algo, sino en algo. No a algunos, sino con ellos. Verdadero ejemplo y modelo de lo que una introducción ha de ser, es más que una anticipación, un ejemplo de a qué responde, una conversación con las cuestiones que amistosamente el lector podría plantarse. Reúne todos los requisitos para proponerse como una referencia de lo que ha de preceder a un texto de estas características.

Nos encontramos con un texto sin florituras, con una escritura limpia y directa, cuidada y apasionada, pero austera y concreta, un texto muy Tamayo. Un escrito que no hace del intelectual alguien entregado a los florilegios eruditos, sino alguien implicado, participe, un hombre, una mujer de palabra. Un libro que tiene -y esto es inusual- asimismo voz de mujer. Las tantas veces mujeres silenciosas y silenciadas que recuperan la voz, las ocultas, las ausentes, las marginadas que asumen el protagonismo. Verdaderas agentes de la transformación como Elisabeth Schüssler Fiorenza. Constructor de espacios de diálogo y de convivencia, que sabe que la justicia y la libertad constituyen el fundamento de la verdadera paz y que trabaja con todos sus pertrechos en fortalecerlas. Lejos del afán de poder y de poseer, nos muestra a quien interviene vinculando la acción de pensamiento con el complejo general de las relaciones humanas.

Nos hallamos a su vez con un libro escrito de corazón, con convicción, sin remilgos, y que ofrece espacios de emulación. Un texto de seres para emular más que para imitar, que nos impulsan a ser singularmente nosotros mismos. Estos seres de referencia, seres horizonte, nos ofrecen un decir y un texto más parecido a un concierto que a un sermón. Y así se propone otra transformación, la del oír y la del decir. No se trata simplemente de seres admirables, seres de ayunos y de prodigios, lo estimulante es que ofrecen cauces y abren perspectivas y posibilidades. El libro no es un santoral, y quienes conforman el texto se presentan como compañía, como compañeros y compañeras de comunidad social y pública, expresión visible de otra ascesis, la de entregarse, no simplemente la de esforzarse.

Así, tanto Tamayo como quienes componen este autorretrato vienen a ser curiosos, con curiosidad ética transformadora. La que propicia ser otros, e insta a pensar de otro modo. Despiertan, alertan, desestabilizan. Son insurrectos y transgresores por el bien. Como el héroe rojo de Bloch, que supera la muerte por la conciencia solidaria, como la pasión y el compromiso filosófico de Zambrano, lejos de ortodoxias y certezas, entregada por el compromiso por la palabra que hace y que dice, así Tamayo nos ofrece la admirable consideración de la pensadora: “Sólo se es en verdad libre cuando no se pesa sobre nadie; cuando no se humilla a nadie. En cada hombre están todos los hombres”. En cada hombre, en cada mujer.

Como Jon Sobrino, para quien la misericordia no se muestra como actitud existencial, sino como principio movilizador de la solidaridad. O como la lectura feminista del Corán de Amina Wadud Mansur Escudero, que muestra a su vez la incorporación en el texto de un espacio de diálogo abierto a otras confesiones. Bien traído el prof. Martínez Montávez, para quien el islam se presenta como nuestra alter-identidad. O para Shirin Ebadí que insiste en la necesidad de diferenciar el islam de determinados estados musulmanes. Siempre, y ante todo, la defensa de derechos y la lucha contra la pobreza, la lucha contra la pérdida de memoria, de afecto y de reconocimiento.

Este libro austero, no exento de emoción y de amistad (baste detenerse en la carta de Juan José Tamayo a Paco Fernández Buey, ambos palentinos fraternos) nos muestra la incorporación a seres singulares que constituyen ya la memoria viva de su tiempo, en buena medida de todos nosotros: José Saramago, Federico Mayor Zaragoza, José María González Ruíz, Enrique Miret Magdalena, José María Díez-Alegría, José Luis López Aranguren y tantos inolvidables otros.

Sin embargo, no se trata de una mera recopilación de autores sino de una convocatoria, de una llamada, del establecimiento de un terreno de diálogo y de comunicación, de pluralismo doctrinal, ético y organizativo que reclama la ubicación social y eclesial de los teólogos y teólogas como Leonardo Boff propone. Y en algún sentido ubica: las organizaciones sindicales, los movimientos feministas, ecologistas, pacifistas, las organizaciones de personas sin techo, los habitantes de las favelas, las organizaciones indígenas y afrolatinoamericanas, las ONG´s en defensa de los derechos humanos. Los espacios no sólo condicionan también educan  las convicciones. Y un hogar, la Iglesia de los pobres: comunidades de base, parroquias populares, círculos bíblicos, movimientos de solidaridad. Y una convicción, la de que la liberación, y en ella cualquier teología, ha de promover la libertad y la justicia.

Y es aquí donde el retrato nos retrata, dado que el verdadero decir es la forma de vida y la verdadera palabra es nuestra forma de vivir. Ello exige liberar, a su vez, a un tal Jesús de la conciencia burguesa en la que vivía secuestrado entre imágenes pietistas y abrirlo, como el Cristo, al mundo de la historia y de los pobres. Contra las estructuras de dominación y la supervaloración de la institución, la doctrina, la ley, los ritos, los ministerios y el sacramentalismo, se trata de recuperar la noción de comunidad, sin divisiones discriminatorias, como Boff reclama.

Y ¿qué hay de nosotros?, ¿estamos aún? Aunque el verdadero signo de credibilidad es el amor incondicional, ello no nos hurta, y el bien traído Albert Camus nos lo recuerda, de la complejidad de la dicha y de su búsqueda. Quizás el farolillo de la portada del libro no solo es el de la iluminación que las otras vidas nos procuran, también es el de la búsqueda de la humanidad que tal vez, incipiente y temblorosa, aún late en cada uno de nosotros.

Ángel Gabilondo